Les traigo este cuento de una de mis autoras favoritas... Nimphie Knox, espero y lo disfruten como yo lo he hecho.
Mi corazón babea a popa
Le dije a Andrés que había visto muchas cosas en el Borda y sé que se sintió ofendido. No dijo nada, pero con el tiempo, y más en esta profesión, uno tiende a saber interpretar los gestos de las personas. Cuando están a la defensiva, cuando mienten, cuando están tristes, nerviosas… Cuando están enamoradas. Me di cuenta de que Andrés está enamorado de Agustín y solo le dije “tené cuidado”. Quizá no fueron las palabras más adecuadas, tal vez fueron demasiado ambiguas. Tené cuidado por vos, Andrés, quise decirle. Y es que Andrés es un hombre joven, sano, con toda la vida por delante, puede tener al hombre o a la mujer que quiera. No entiendo cómo pudo enamorarse de un chico como Agustín. Tampoco lo culpo. Agustín es muy lindo, pero el pabellón de Salud Mental no es el mejor lugar para hacer gala de esa belleza. Creo que Andrés necesitaba que lo necesitaran, que apareciera en su vida alguien en quien volcar toda esa implacable catarata de amor. Se le nota el amor. Pero no sé… tampoco estoy seguro de que sea amor verdadero. Creo que Agustín y Andrés son solo dos personas destinadas a necesitarse un poco…
En el Borda vi muchas cosas, dije, pero no lo hice con la intención de patologizar la homosexualidad. Yo acababa de cumplir treinta y tres años, todavía era joven y hacía poco que ejercía como psiquiatra. Trabajaba en Guardia de lunes a miércoles y dos veces por semana en el Hospital de Noche. Esto que pasó, esto que vi en el Borda, sucedió ahí, en el Hospital de Noche.
El Hospital de Noche es un servicio para los pacientes que, en síntesis, no están tan mal. Pueden valerse por sí mismos, pero necesitan atención constante para tomar la medicación y controlar sus diversas patologías. De alguna manera, esos hombres no pueden vivir en el mundo exterior sin poner en peligro sus vidas o las de los demás. Cualquier persona que conozca del Borda solo el Hospital de Noche se quedaría tranquila; este lugar podría ser tu casa. Y si querés quedarte tranquilo, no veas los otros pabellones.
Ahí había un hombre de unos cincuenta años y por proteger su identidad no voy a decir su nombre. En realidad, voy a decir bien poco, lo necesario, porque su caso salió en los diarios y en la era de la información todo puede estar frente a nuestros ojos con una simple búsqueda en Internet. A este hombre le decían Antro. Yo no sabía por qué y hasta ese día no me había imaginado el motivo. Lo llamaban así porque era antropólogo aunque, por supuesto, no ejercía. Era alto y tenía todo su pelo blanco, de un blanco que parecía plateado y no se compara con el pelo de los abuelos, que siempre es gris apagado veteado con los últimos cabellos oscuros. Antro estaba todo el día leyendo. Leía en el jardín, a la sombra de un árbol, hiciera frío o calor. Usaba unos lentes gruesos y siempre tenía una lapicera en la mano con la que escribía notas en un cuaderno. Yo nunca había hablado con él; no daba problemas para nada, ni para tomar la medicación, ni para bañarse o lavarse la ropa.
Lo único que me intrigaba de él era que no parecía estar enfermo. A los pacientes psiquiátricos la mayoría de las veces se les nota la enfermedad. Ya sea por un leve temblor en el cuerpo, por gestos en la cara que hacen sin darse cuenta, por la postura, por la forma de caminar o de mirar, por su apariencia poco higiénica… y, naturalmente, por su comportamiento, las cosas que dicen y hacen.
A mí me inquietaba no notar nada de eso en Antro. Era un psiquiatra joven y todavía pensaba que debía advertir los rasgos de las patologías. Si hubiera visto a Antro por la calle, jamás me habría imaginado que vivía en el Borda.
Ese día era primavera y hacía calor. Todos los hombres estaban en la sala mirando la televisión, jugando a las cartas y algunos refugiados en un rincón, fumando y mirando por la ventana. Antro estaba ahí, solo, con un cigarrillo entre los dedos.
Yo había terminado las charlas con mis cinco pacientes y cuando despedí al último, apareció el muchacho. Era un chico alto, desgarbado, de anteojos y con una barba castaña de tres días. Tenía entre dieciocho y veintidós años. Lo vi subir los últimos escalones y mirar directamente hacia el rincón donde estaba Antro. Vestía unos pantalones negros y una camiseta verde oscuro. No llevaba pulseras, aros, ni collares, solo un anillo plateado en el dedo anular de la mano derecha. Era muy joven para estar casado, pensé, pero estaba en la edad en que a las novias adolescentes les gusta jugar a comprometerse. Lo vi acercarse a Antro, saludarlo con un abrazo y un beso en la mejilla, y vi, y eso fue lo que más me intrigó, un extraño brillo en los ojos del hombre, algo que jamás había visto en él, ni siquiera cuando llegaba de sus permisos con libros nuevos.
Estuvieron hablando, fumando y tomando mate. El chico le traía libros y Antro sacó su cuaderno para comentar sus notas con él. Los vi dialogar, gesticular, quedarse pensativos. Me costó casi veinte minutos darme cuenta de que estaba presenciando una charla entre intelectuales. Después de un rato se quedaron en silencio, se miraron, y Antro se levantó con una sonrisa. El muchacho lo imitó. Salieron al jardín y, me avergüenza decirlo, los seguí. Caminaron, pisaron el césped, Antro adelante y el chico (del que nunca supe el nombre) atrás. El chico lo seguía, pero en sus pasos advertí cierta seguridad, cierta convicción que me hizo imaginar que sabía a dónde se dirigían.
Bordearon todos los edificios, pasaron por detrás de la capilla y llegaron al viejo hospital de guardia, que nunca terminó de construirse. Entonces se detuvieron. Antro se acercó al chico, lo abrazó y el chico le correspondió el abrazo. Antes de que comenzaran, yo ya sabía lo que iba a pasar. Lo había estado sospechando desde el momento en que vi el brillo en los ojos de Antro. El chico le desabrochó la camisa y el hombre pasó las manos por debajo de la camiseta verde. Eso me intrigó aún más: se necesita cierta confianza e intimidad para desnudar a una persona. Cuando dos personas que no se conocen o se conocen poco van a tener sexo, suele suceder que cada una se desnuda a sí misma. Eso no había ocurrido en esta ocasión. Entre esos hombres existía un vínculo. No se desnudaron por completo porque se encontraban en un lugar público, un lugar inseguro. Se bajaron los pantalones solo lo necesario. El muchacho pegó el pecho contra la pared, Antro se pegó a su espalda, lo rodeó con sus brazos y lo penetró sin protección. Sentí lástima por ellos, quise que pudieran disfrutar del sexo en un lugar más íntimo, más agradable, un sitio donde pudieran desnudarse y dejarse llevar sin preocupaciones. Pero también me sentí inquieto, preocupado, impresionado y, si tengo que ser sincero, un poco repugnado. En ese momento no me pregunté por qué no tenían sexo cuando Antro tenía permiso para salir del hospital…
Pasé el resto del día con esa imagen clavada en los ojos y todavía, ahora, después de más de veinte años, la tengo clavada en la memoria.
Esa tarde volví al Hospital de Noche y, como si nada, le pregunté al enfermero:
—Este señor, Antro, ¿hace mucho que está acá? —Lo llamé señor porque era más viejo que yo y porque no sabía su nombre.
—Y… como más de seis años —me respondió el enfermero con una sonrisa—. No se llama Antro, le dicen así porque es antropólogo.
Creo que debí mostrarme sorprendido.
—Es paciente de Darío, ¿no?
—Me parece que sí, pero antes lo atendía Hernán, el que se fue…
Sí, los psiquiatras duraban poco. Los enfermeros, en cambio, podían estar ahí por años y años.
—¿Sabés qué cuadro tiene?
El enfermero se encogió de hombros.
—No… pero no parece que estuviera enfermo, ¿no? En realidad no sé qué tiene, pero sé que está cumpliendo una condena porque no lo podían meter preso.
—¿Por qué? ¿Qué hizo?
El enfermero me invitó al office, me cebó un mate y me ofreció una medialuna.
—Dicen que se robó un nene porque quería tener un hijo. Un nene de nueve años se robó. Lo encontró en uno de esos playlands de barrio, ¿viste? En Villa Urquiza. Y se lo robó… Tres días dicen que lo tuvo, hasta que lo encontró la policía, ¿y sabés cómo los encontraron? En un Burguer King estaban, el pibito en los juegos con los otros pibitos y el tipo afuera hablando con las madres como si nada. Y dicen que el tipo tenía un montón de bolsas de una juguetería y ropa, y el nene cuando se lo llevaron lloraba y lloraba, ¿te imaginás? Dicen que era un nene de una familia re pobre, y yo creo que el tipo ya lo tenía fichado de antes, ¿viste?...
Le di las gracias al enfermero por el mate y estaba a punto de salir del office cuando la pregunta me saltó a la memoria:
—¿Quién es el chico ese que viene a verlo? ¿Es familiar?
El enfermero se mordió el labio, miró a su alrededor y dijo en voz baja, como con miedo:
—Dicen que ese es el chico que se robó.
2 comentarios:
Es precioso el cuento. Gracias Gershon por compartir y traernos este lindo cuenta de esta gran escritora. A veces temo leer sus relatos por las emociones y sentimientos que me provocan. Gracas Nmphie por compartir tu arte y muchsimas gracias Gershon por publicarlo en tu blog. Besos
Rony
¡Hola, Gershoncito! Gracias por publicar el cuento, me alegra que te haya gustado :D ¡Pero esa portada es todo un tema, eh!
@Rony, muchas gracias por tus palabras, no sabés lo feliz que me ponen :)
¡Besos para todxs!
Nimphie
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